Mirna Stevenazzi, ex guardiacárcel

La mujer aislada
por Itatí Gandino

Está nublado: la humedad es un bloque de cemento. Ella entra, espera los laureles de su gente. No los encuentra. La fecha: 25 de enero. No parecen acordarse.

El grito de una interna, adicta en recuperación, la despierta de su enojo. “Doña Mirna, ¡venga, venga!”

Se le iluminan los ojos. Sobre la pared se escribe, con letras recortadas en papel de diario, “Feliz Cumpleaños”. En la mesa esperan, como en un bodegón añejo de Caravaggio, un budín de pan, ensalada de frutas, milanesas y chizitos.

Cuando lo cuenta se vuelve gris, con ganas de llover. Ese día también llovió.

El invierno de su casa contrasta con el diciembre de afuera. Las persianas, siempre bajas: de día, de noche, cuando está y cuando no. El timbre grita con tanta fuerza que se escucha desde la calle. Ella camina con hastío, dispuesta a maldecir a quien sea que la interrumpa de su trance televisivo, ese que hoy es gran parte de su compañía.

-¿Entrevistarme sobre qué?

-Sobre tu trabajo.

Contiene la sonrisa.

-Bueno nena, pasá.

-No, ahora no. ¿Puede ser para dentro de unos días?

-Te espero el sábado a la tarde. Tocá el timbre hasta que atienda, a veces no lo escucho.

Llega el día y abre la puerta antes de que suene. Camina entre un montón de muebles sepultados bajo sábanas viejas y requisa las paredes de su casa, una por una.

-Mirá el desastre que me hicieron los pintores, una vergüenza. No tienen ganas de trabajar. Les pedí que vengan de nuevo a emprolijarlo. No pagué toda esa plata por algo mal hecho.

Pegado a su rodilla está Hugo, un perro adulto de la calle que llegó a su vida hace seis años, siguiendo apacible cada movimiento. Se desvía para recoger un atado de cigarrillos de la habitación, apaga el televisor, sigue hasta la cocina y se desinfla sobre una silla. Hugo la imita y apoya el hocico sobre su regazo. Sus días, cuenta, son todos iguales.

-Estoy más acostada que levantada por los dolores de columna y de cabeza. Por ese tema no puedo baldear ni pasar los pisos, ni barrer nada, entonces me levanto, como algo y me acuesto. Me baño, me lavo la ropa, me vuelvo a acostar y así.

La vida de Mirna parece una ciudad despoblada: su padre y su madre ya no están. No hay hermanos. No hay primos. Está Hugo, el televisor y una hija a la que reclama, suplica, espera y no entiende.

En su casa se arreglaban con la jubilación del correo de su abuelo y el trabajo de su padre. Junto con su madre criaban y vendían pájaros, y con eso “tironeaban”. Mirna Stevenazzi tenía 30 años cuando entró a trabajar en el Establecimiento Penitenciario N° 5 de Villa María. Antes, dice, no había trabajado en nada. Nunca. Era 1984, con la democracia fresca y un olor a viento que se parecía más al miedo que a la libertad.

-Quería buscar un trabajo digno. Todos se iban por otra rama. Siempre tuve la idea de entrar ahí o en la policía. No se por qué. Si yo tuviera que elegir un trabajo hoy, elijo la cárcel de nuevo.

Hace una pausa melancólica. Con una mano enciende un cigarrillo y con la otra trae dos vasos. Saca jugo de la heladera y lo sirve.

Su manera de hablar es tempestuosa, digna de una diosa de carácter alemán. O tal vez de quien convivió demasiado cerca con las miserias humanas, de quien habitó el mismo espacio que los desterrados, de quien se enfrentó -cara a cara- con la fuerza de la autoridad institucional.

-Muchos entran acomodados a este trabajo. Yo lo hice sola. Fui a Córdoba porque acá siempre me perdían los papeles. Al poco tiempo me salió el nombramiento para Río Cuarto. No paraba de llorar porque sabía que las 24 a veces no son 24 [1]. Si hay problemas, si hay motín, te tenés que quedar. Y mi mamá se quedaba sola, grande.

-¿Había que ser policía antes?

-No, la policía es otra cosa. En mi época se entraba con sexto grado. Y después para ascender pidieron un secundario. Yo presenté tenedora de libros, que eran cinco años reducidos en tres. No me lo consideraron. A un compañero mío, un tal Borsatto, sí. Y así el gringo fue ascendiendo. A mí no, me querían mandar a estudiar. Y como mi hija quedaba a cargo de mi mamá  no iba a salir a la noche a estudiar, volver y que se despierte la chica, que no deje dormir. No, no tuve ganas.

Mirna se encargó de la requisa femenina: revisaba paquetes, personas, niños y bebés, hasta que la trasladaron al pabellón, donde tuvo trato directo con las internas.

-¿Pusiste carácter o lo tuviste siempre?

-Nada de eso, porque con las internas me llevaba muy bien. Entraba y empezaban vieja de acá, vieja de allá. “¿Que hace la jaula de las locas?”, les decía yo a las de abajo. Aprendían peluquería, entonces me despeinaban, me ponían sus perfumes, me abrazaban. Cuando me jubilé lloraban todas. No querían que me vaya. Me traje un montón de cartas y papelitos de ellas.

Con las internas me llevaba muy bien. Entraba y empezaban vieja de acá, vieja de allá. “¿Que hace la jaula de las locas?”, les decía yo. Aprendían peluquería, entonces me despeinaban, me ponían sus perfumes, me abrazaban. Cuando me jubilé lloraban todas.

-¿Dónde quedó todo eso?

-En el pasado. Eran cosas que me hacían mal así que las tiré.

Se levanta y revisa un cajón lleno de medicamentos. Ese es su ahora. Librada a su suerte frente al peor criminal: la soledad. Quiere irse a un geriátrico pero le preocupa Hugo, y llora cuando piensa en dejarlo.

Da una vuelta errática por la cocina, junta unos repasadores, los enjuaga a mano con descuido y ahí los deja, ahogados en la pileta para retomar la conversación.

Tiene una memoria prodigiosa, completamente habitable. En la cocina hace frío pero su garganta hierve al contar las palabras, los rostros, los olores que hace seis años dejó atrás. En cada oración siempre insulta y siempre grita. Demanda. Exige. Vela por el otro, no es piedad ni compasión. Es su trabajo.

– El trato de mi parte siempre fue digno porque ellas ya tenían su causa, hubo un juez que las juzgó y estaban cumpliendo su condena. ¿Por qué voy a torturarlas? Me apodaron filo de sartén, porque si las internas necesitaban algo me movía hasta que lo conseguía. Si querían psicóloga iba y le golpeaba la puerta hasta que las fuera a atender.

Hugo ladra y la interrumpe, como preludio del timbre.

-Debe ser el herrero, ya vengo.

De nuevo se levanta, escruta su casa mientras se dirige hasta la puerta. Esa casa que parece huérfana de identidad. Sin fotos ni cuadros. Impersonal. Como las celdas.

No es difícil imaginarla mientras cuenta su historia. Ella da todos los detalles: y uno ahí, contemplándola. Lleva a las convictas en moto a sus clases de costura, acompaña a otras en las salidas transitorias para ver a sus familias. Llora en una sala de aislamiento después de frustrar un intento de fuga.

-Son las seis de la tarde, me voy adentro y les digo que saquen los residuos. Eran unos tachos grandes. Cuando pasa el tarro al lado mío me doy cuenta que sale una bolsa de consorcio sola. Veo que la sacan y que se tambalea la bolsa. Ahí empiezo a gritar: ¡Alto ahí, se va una presa! Afuera estaba el marido esperándola con el hijo en el auto.

-¿Y después?

– La pusieron en el DASI [2] y me tocaba hacerle controles cada tres horas. Entonces me calenté un termo de agua, abrí un paquete de masitas, me llevé los puchos y fui. “¿Qué hiciste Pichirica?”, le digo. “Vos de acá te ibas sin documento, en el primer pueblo te enganchaban. Tenés a tu marido y a tus dos hijos que te esperan. Te falta un año, cumplilo, hacé buena conducta y te vas limpia, por la puerta grande, con tu documento. Te vas y empezás una nueva vida.” Y lloramos las dos. Al final terminamos como chanchas amigas.

-Entonces además de guardiacárcel hacías de psicóloga.

– Tenés que hacerlo. Había una interna a la que le decía la gorda bella. Dio a luz a una bebé y la mató. Dicen que después del parto se pueden producir esos arranques, tiene un término. Tenía en Río Cuarto tres o cuatro chicos más. Las otras internas la discriminaban porque había hecho eso. Pero un juez ya la juzgó, ¿qué querés que hagamos nosotros? Ella se cortaba. Un día después de hacerlo de nuevo la llevé al sucucho ese, le hablé, lloró, se descargó.

-¿Las internas embarazadas pueden tener al bebé cuando dan a luz?

-Antes podían hasta los dos años. Hubo una chica que tenía a su hijita. En mi guardia la bañábamos, la sacábamos a un playón, la asomábamos para que vea pasar a los autos. Pero cambiaron las leyes. Las que están embarazadas las llevan a Córdoba y la familia se tiene que hacer cargo en tribunales.

-¿Y vos que pensás?

– Para mí es mejor así. ¿Cómo vas a tener a una criatura cumpliendo una condena de arresto que es de la madre?

-¿Te parece un castigo justo la cárcel?

– La verdad es que la cárcel no regenera a nadie. Eso que dicen es mentira. Pero hay algunos que la pasan mejor adentro que afuera. Ahí conocí a un viejo que violó a un nene de ocho años. Lo mató y de muerto lo volvió a violar. Yo le decía: ¿por qué no te morís viejo, vos? Se enfermó de los riñones. Lo llevaban a hacer diálisis todos los días. En esa época le daban un complejo vitamínico que valía $200 la latita, la medicación gratis, y lo trasladaban a Córdoba para los controles. Él sabía que estando en la calle no lo podría pagar.

-¿Te ganaba la bronca a veces?

-Y sí. Le decía en broma que tendría que estar muerto, pero en realidad me salía del alma. El violador no se cura más, es un enfermo.

– ¿Cómo volvías a tu casa después de vivir todo eso?

-Y, yo soy muy llorona, por ahí lloraba con las internas. Pero le contaba mucho del trabajo a mi mamá. Hasta que la tuve que llevar al geriátrico porque le dio Alzheimer.

Hablar de Chicha, su madre, le duele. Pero traga y empieza: que no se volvió loca trabajando y criando a una niña porque la tenía a ella. Que cuidarla durante cuatro años con Alzheimer fue devastador. Más terrible fue internarla en el geriátrico. Sobre el día en que no la reconoció prefiere no hablar. Sólo cuenta que Chicha pensaba que era su hija. Ahí se dio cuenta que se quedó absolutamente sola.

Ahora es reclusa de sus persianas estáticas que no dejan ver el sol, de un presente que solo existe entre los muros de su mente. Por eso, tal vez, nunca dice su edad. Por eso, tal vez, no habla del futuro. Dilata lo inevitable.

Sin embargo, aquí está. Existe.

A su celda supo encontrarle un guardiacárcel: Hugo. Ella le grita, le exige, lo insulta, le demanda lo que nadie le pudo dar: fidelidad.

 

 

Notas al pie

[1] Jornada laboral donde se trabajan 24 horas y se descansan 48.

[2] Sala de aislamiento en la que sólo hay una cama pegada al piso.

Fotos de Itatí Gandino.

Icono fecha publicación  9 de abril de 2020

Itatí Gandino

Nació en Zenón Pereyra, Santa Fe, en 1994. Trabaja como periodista y realizadora audiovisual. Es lectora y le gusta contar historias: no importa el formato. Dirigió el documental Lo natural, ganador en el Festival Internacional de Cine de la Patagonia (FICP): Tierra, mujer, hombre edición 2018. Formó parte del equipo de Prensa, Comunicación y Marketing del Grupo Editorial Eduvim. Participó en clínicas de producción para proyectos audiovisuales, y actualmente, se encuentra incursionando en el mundo de la literatura infantojuvenil.

Universidad Nacional de Villa María

Secretaría de Comunicación Institucional
Bv. España 210 (Planta Alta), Villa María, Córdoba, Argentina

ISSN 2618-5040

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